Relámpagos de fuga

octubre 1, 2018
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Relámpagos de fuga

El mar de los sueños de
Alejandro Colunga

Arturo Mendoza Mociño

Alejandro Colunga es ese pintor tapatío que ha hecho esculturas donde te puedes sentar, columpiarte o hacer lo que te venga en gana: besar esos labios que tanto te gustan entre resquicios o ante un rostro con nariz inverosímil, o acariciar espaldas tan anchas como un sofá o sentir el abrazo de un pulpo de metal.
Colunga, un sagitario nacido el 11 de diciembre de 1948, sostiene que Puerto Vallarta, en la costa de Jalisco, es una seducción para los sentidos, donde se acuerda de travesuras y amores, del olor de los equipales y la visión de los viejos que salen a tomar el fresco afuera de casa. Hasta él vuelve el resonar de los cascos de las mulas con leche de burra cuando Vallarta era un pueblito de pescadores, allá por los años sesenta…
Era un chamaco cuando oyó por primera vez de Vallarta. Para poder ir hasta allá vendió su bicicleta. Con varios amigos partió de Guadalajara a bordo de una vieja camioneta que se atascó en el Río Ameca, uno de los tantos ríos que cruzan la bahía. Muertos de risa se pusieron a nadar sin percatarse de los gritos de un viejito.
—¡Chamacos tarugos se los van a comer los cocodrilos!
Y aunque llegaron sanos y salvos a la orilla, la regañiza no paraba.
—¡Todos se quedan atorados por bueyes!
—Pero nos enamoramos de Vallarta —recuerda Colunga— y de las vallartenses, esas morenas de grandes ojos y dientes blanquísimos, y de las locas y contadas gringas que había. Nosotros, tiburones de ciudad, ya sabrás. No me acuerdo de un día que no fuera impactante. Empezabas el día con un caballito de tequila y te ibas en busca de la mujer que te estaba esperando en algún lugar.
Ah, el amor, el dolor. Aquí, confía el artista plástico, sufrió su corazón y como el coyote que, tras caer en la trampa, se cercena la pierna, así él volvió a andar por la vida hasta hallar en la pintura consuelo, reflexión y crecimiento.
Su estudio, vecino pared con pared con la casa de John Huston, está en la calle Aldama. Allí siempre emergía una voz:
—¡Colunga! Ven a tomar café —ordenaba el cineasta que rodó aquí “La noche de la iguana”.
—Y allá iba con él hasta que amaneciera —evoca el pintor—. No dormía nada. Yo era una bala, pero insomne. Un vampiro que tomaba los pinceles enmedio de la noche. Durante años sólo pinté de noche.
Luego, al medio día, se iba con sus amigos a la Playa de los muertos a desayunar a El Dorado, un clasicaso que atendía Guillermo Wulff, quien construyó medio Vallarta. Era una treintena de amigos enmedio de lo que el artista califica de “turismo muy fino, de mucha calidad”. Un eco de aquella época se aprecia en su apostura y su traje de lino, cabellera plateada perfectamente peinada, bigote bien delineado, puro en ristre.
Vallarta era una fiesta continua con distintas sedes: el Le Kliff, Las Margaritas, Charlie O’Briens, Las Palomas donde hay un mural donde Colunga aparece al lado Marco Moreno, dueño del lugar, y donde están los protagonistas de lo que el artista considera la época dorada del puerto.
—Tanto estuve aquí que varios piensan que soy vallartense. Pero yo les debo todo. Los vallartenses hicieron lo que soy con su amistad, su cariño, porque me cuidaron y me ayudaron todo el tiempo. Aquí vendí gran parte de mi obra. Exposición que hacía, exposición que vendía todo, aún antes de la inauguración.
Fue el 25 de octubre de 2002, 9:00 AM, cuando vientos de 210 km/h destruyen el malecón de Puerto Vallarta. Las olas de hasta 20 metros de altura destrozan el empedrado y desmontan la rotonda de esculturas de creaturas marinas de Colunga. Piezas de tres toneladas de peso son arrastradas tierra adentro, pero una de ellas desaparece, tragada por el mar.
Era un asiento de respaldo alto, coronado por un pulpo. En su lugar, Colunga diseñó una ola que trae consigo en un modelo a escala. Mientras viajamos una mañana de noviembre de 2002 al extremo norte de la bahía de Vallarta, hacia Punta Mita, habla de sus proyectos y de un hecho innegable: Puerto Vallarta sigue en pie, con su infraestructura hotelera y restaurantera intacta y con un Centro Histórico que, salvo el malecón que ha sido reconstruido ya, apenas si sufrió rasguño alguno.
—Amo mi profesión —comenta en el momento en que abordamos una lancha para visitar las Islas Marietas, a unos veinte minutos de Punta Mita—. Para mí, una obra es un acto de amor, cuando lo haces para fines personales o políticos, ligar chavas o hacerte rico, no es válido, no lo disfrutas igual.
La mañana soleada y el viento y el agua que salpica la lancha se lleva sus palabras. El vértigo nos sume en silencio. Atrás ha quedado el restaurante El Coral, en la Playa El Anclote, donde la langosta es la especialidad de la casa y donde Jehú o su hermano Isaí te pueden llevar a las islas por mil pesos las dos horas de estancia en ellas.
Las Marietas son una reserva ecológica donde anidan pájaros bobos, tijeretas, patos, pelícanos. Es recomendable que vayas lo más temprano posible para que puedas bucear entre sus corales y conozcas la Playa del Amor.
Llegas a ella nadando después de cruzar un amplio túnel de roca. Adentro, en una oquedad que labraron los siglos te esperan varios regalos. La arena es fina y blanquísima, y el resonar del mar en las cavernas que la circundan te llevan a pensar en el inicio de los tiempos.
En la caverna más amplia, Colunga avanza entre los corales para colocarse en un promontorio donde se divisa el mar. Las olas se estrellan contra las paredes y su espuma baña los pies del artista. La creación debió ser así, piensa, una mezcla de furia y paz.
Aquella ocasión, entre los respiraderos de esta bóveda, Colunga mira esa luz que anima nuestros pasos y que habita en todas sus obras, esa luz que nos descubre lo que es el paraíso.

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