Agustín Basave.- Los mexicanos tenemos a la vuelta de la esquina los comicios más importantes de lo que va de nuestro siglo XXI. La elección del próximo presidente de la República, en particular, será a juicio mío tan relevante como la del 2000, porque en ella se decidirá la consolidación o el fin de la restauración autoritaria del priñanietismo. La lucha opositora que se emprendió hace tres lustros representaba un desafío portentoso, porque implicaba acabar con más de siete décadas de hegemonía priista, pero el reto de ahora no es menos grave puesto que exige frustrar el afianzamiento de las estructuras clientelares y la red de corrupción del Partido Revolucionario Institucional para impedir que se mantenga en el poder por otros tantos años. Aclaro, desde luego, que hablo del poder presidencial. Y es que, aún si deja Los Pinos, el PRI podrá tener bastantes diputados y senadores para bloquear o manipular la agenda nacional como lo hizo en los dos sexenios panistas, e incluso si sus próximas bancadas resultaran ser minoritarias contaría con el control de varios órganos “autónomos” y una influencia significativa en el Poder Judicial. En efecto, los priistas no han dejado de sembrar minas en el campo de batalla de la cosa pública, por aquello de las malditas dudas.