Por Andrés Manuel López Obrador: Decía mi padre, riéndose, lo recuerdo con cariño; veracruzano, orgulloso, bueno y con sentido del humor: «Dichoso mes que empieza con todo santo y termina con san Andrés».
Escribo este agregado al inventario de árboles frutales y maderables de la Quinta La Chingada, diez años después de la primera versión. Algún día habrá de publicarse. Todo tiene su tiempo. De entonces a la fecha, son notables los cambios en la flora y la fauna. Para empezar, los árboles han crecido de manera impresionante, miden algunos hasta 40 metros de la tierra al cielo. La quinta es el manchón de monte alto más importante de la zona baja; los árboles sembrados, antes y en la época de mi madre, están grandísimos: hay dos cedros que no alcanzo a rodear con mis brazos. Es gigante la ceiba centenaria de la que hablé en el escrito anterior.
Los sembrados por mí también han crecido mucho. Los flamboyanes, maculies y guayacanes ya florean y lucen bellísimos. La caoba que planté, apenas en julio de 2009, tiene un grosor de 65 centímetros y como 14 metros de altura. Es una prueba que echa abajo el mito de que la reina de las maderas del trópico no se reproduce sin la selva o que tarda más de 40 años su crecimiento y no alcanza la vida para verlo y contarlo. Ahora, además de este experimento, tengo como 70 caobas jóvenes, de cinco años de edad. También los cedros nuevos están desarrollándose, aunque cosa un tanto rara, crecen más sus afines, las caobas. Existe bambú, mulato, maca blanca y maca colorada, cocohíte, laurel de la India, la palma real y la del viajero. Pero la tierra, el agua, el clima, es decir, el medio ambiente de la quinta es el favorito de las ceibas. Tengo, vamos a ver, parafraseando a Nicolás Guillén, como ocho de estos árboles majestuosos y sagrados.
Con el tiempo se ha envejecido el tintal; no sobrevivió el ahuehuete que me regalaron en Oaxaca. El trópico, al igual que el altiplano, no acepta con facilidad lo extraño, sólo consiente al maíz, que se da en las costas, en los valles, en la sierra; en el frío y el calor, abajo y en lo alto. Esa planta es una bendición de Dios o de los dioses. El pueblo pobre sobrevive por su trabajo y del maíz.
En cuanto a los frutales, siguen existiendo limas y limones, naranjas agrias y dulces, nance, coco, aguacate, carambola, mango, lichi, jagua, tamarindo, cuajinicuil, maracuyá, guaya, plátano, pomarrosa, guapaque, guayaba, almendra, caimito, castaña, grosella, zapote, chicozapote y mamey. Este último, aclaro, no es el que se conoce en el resto del país con ese nombre, y tampoco es el de agua o el negro, ni, lo repito, el que llaman mamey en otras partes. El mamey nuestro es de cáscara dura, amarillenta, con una semilla grande redonda, cubierta de una pulpa exquisita de sabor entre mango y durazno. Hace como ocho años una familia de amigos de Yucatán (allá se le conoce como zapote de Santo Domingo), me regaló 20 plantas que están empezando a florear y espero pronto sus frutos.
Tengo sembradas las dos imprescindibles verduras para el puchero: la yuca y el macal; hay calabaza, momo y camote; y, ante lo rogado del chile amashito, cuento con pico de paloma. Me asombra lo interesante de la canela, su aroma y sabor está en la corteza del árbol. Reconozco que no pude con el cultivo de la vainilla, es delicado y la hormiga arriera depreda. Aunque batallando, ahí van los chinines y dos matas de yaca que traje de la costa de Nayarit. De manera asombrosa pegaron bien tres plantas de pistache de Veracruz. Hace un año, a la sombra de unos cedros, sembré 33 matas de cacao, en dos años más podré hacer chocolate. Esta bebida es leyenda y hasta existe el mito que la usaba Moctezuma en exceso para estimular sus ganas sexuales; algo así como el pregón del vendedor de huevos de caguama, «para que no le tiren de la cama». Se olvida que el vigor verdadero reside en la cabeza y el mejor afrodisiaco es el gusto por lo que cada quien considera bello o hermoso. En otro tenor, el maestro Carlos Pellicer decía: «soy del país del chocolate, primer día de Cortés y última noche de Cuauhtémoc».
En cuanto a las flores, hice un caminito dedicado a Beatriz, con hawaianas entreveradas con palma real de lado a lado. La casa está rodeada de rosas, hueledenoches, buganvilias, tulipanes y pico de tucán. En suma, ya no tengo dónde plantar, todo está cultivado y los árboles necesitan del sol.
Hablemos de la fauna. Informo que hoy, 2 de noviembre, a las 12:30 de un día nublado, vi a un gavilán, «galán» distinguidísimo, posando en la rama seca más alta de un maca blanca. Daniel me dice que llega casi a diario con su pareja, pero que anidan lejos, en la montaña. Ahora hay pájaros y cotorros como nunca, de todas las clases. Es un concierto permanente a varias voces, trinos y sonidos. Esto me hace recordar a Neruda, el gran poeta pajarero de otras latitudes. Siguen brincando las ardillas de mata en mata, son como plaga porque dañan las palmeras de coco, al igual que el pájaro carpintero y el gusano barrenador.
La gran novedad, la buena nueva, ¡prepárense!, es la aparición, de tres años para acá, de las bellísimas guacamayas. Nunca había visto estas aves del paraíso volando cotidianamente en libertad. De niño en Tepetitán y de adolescente en Palenque, supe que existían, pero aun cuando exploré la Lacandona (1973-1975) y fui a Yaxchilán y Bonampak, en los límites con Guatemala, y a las cascadas de Agua Azul (a este último lugar con el maestro Carlos Pellicer), jamás las pude ver en su hábitat. Las únicas guacamayas que conocí eran las que tenía mi madre junto a unos loros cabeza amarilla en una gran jaula en el restaurante Ki-Chan. Sin embargo, ahora, a pesar de que irresponsablemente casi se acabaron la selva, los promotores o dueños de un parque de animales tropicales instalado cerca de la zona arqueológica trajeron de Quintana Roo un buen número de estas coloridas aves y se dio el milagro de la adaptación y de la reproducción. Aun cuando del zoológico Los Aluxes a La Chingada son como 5 kilómetros en línea recta, todas las mañanas y todas las tardes, las guacamayas vuelan y se posan en las copas de los árboles de la quinta, donde comen semillas del gigante guapaque (del náhuatl uapactic o «cosa endurecida») y nances, entre otros frutos.
Su alineación de cuatro, al volar surcando el cielo, es un espectáculo, obviamente, más exquisito y menos desolador que los portentosos aviones de guerra que vi pasar en un abrir y cerrar de ojos sobre el estadio de béisbol de San Diego, California, cuando fui al Juego de las Estrellas, en julio de este año. Observar a las guacamayas y oír sus escandalosos cantos arriba de mi cabeza, es de las cosas más sublimes de mi existencia. Hace un poco más de cien años, José N. Rovirosa, el sabio naturalista más importante de Tabasco, muy cerca de aquí, invocando sus tiempos de juventud, escribió: «Todavía conservo fresco el recuerdo de las hermosas mañanas y serenas tardes en que me deleitaba en San Diego ó en las soledades del Chilapilla (Macuspana), contemplando el espléndido plumaje rojo, la larga cola y la voz de las guacamayas, cuando batiendo lentamente sus alas cruzaban el aire, destacándose sobre el oscuro azul del cielo».
Aunque la casa permanece cerrada, he procurado su mantenimiento. ¡Ah cómo dan lata los murciélagos! Lo más importante de los últimos años es que el aceite del taller mecánico del vecino ya no escurre a nuestra lagunita. Uno de mis hijos, criticón, decía que su papá sembraba plátano macho o valeri y cosechaba plátano Bardahl. Ahora hay patos, patillos, pijijes, gansos, hicoteas, que introdujo al estanque que compartimos nuestro otro vecino, el doctor Cervera.
No deja de haber chicharras, sapos, ranas, culebras, arañas, lagartijas y alacranes negros, cuyo piquete es muy doloroso, hasta entume la lengua, pero no llega a más, no son venenosos como para necesitar de suero antihistamínico. Sigue habiendo nidos de hormiga arriera, que gracias a su envidiable disciplina y organización, atacan fuerte a las plantas. Sin embargo, no usamos agroquímicos y nos atenemos al control biológico. Los moscos sólo fastidian por temporada y, durante poco tiempo al día, puede uno soportarlos no exponiéndose en esas horas y cerrando bien puertas y ventanas. No hay necesidad de dormir con pabellón. En La Chingada hay más calor de marzo a agosto, en los seis meses restantes, de septiembre a febrero, el clima es agradable y se goza o se padece, según las circunstancias, de relámpagos, truenos, rayos y lluvias torrenciales.
El año pasado hice un sendero de 500 metros lineales y metro y medio de ancho por toda la orilla del terreno, con un puente de madera para atravesar la lagunita, que utilizo para hacer la rutina recomendada por el cardiólogo, de caminar cinco kilómetros diarios; he comprobado que luego de un infarto y con hipertensión, lo mejor es vivir a nivel del mar. El caminito me sirve también para recorrer más de una vez al día todo el terreno, observando y hasta hablando en la imaginación con las plantas. Esto es asunto de la sensibilidad de cada quien, pero sin duda es agradable. Sucede con los árboles lo que suele pasar con las mujeres amadas que aun cuando sean las mismas, cada vez que las ve uno, siempre les encuentra cosas nuevas y no deja de admirarlas y quererlas.
En 2015, manejando un vehículo en el camino de Palenque a Villahermosa, con Beatriz y mis cuatro hijos, les dicté mi testamento político que ya obra en manos de un notario. Repito: no tengo ningún bien material, ni cuentas de cheques ni tarjetas de crédito. En otras ocasiones, he explicado que nunca me ha interesado el dinero, aunque por respeto a las personas, no dejo de recalcar que no todo el que tiene es malvado. Precisamente, en 2015, entregué a mis hijos la Quinta La Chingada, heredada de mis padres: a Jesús le toca la casa y 4 mil metros cuadrados; a José Ramón, Andrés Manuel y Gonzalo Alfonso, una superficie de 2 mil 500 metros cuadrados a cada uno. Cuando les informé a mis hijos grandes que al Jueche le quedaría la casa de sus abuelos, porque no había recibido nada, ninguno se disgustó, son buenos de verdad.
Aquí sostengo que el mejor consejo y la enseñanza mayor que uno puede dar a los seres queridos es la del desinterés por lo material, porque muchas veces la infelicidad se produce por la ambición al dinero. En consecuencia, la satisfacción más grande que uno puede tener mientras exista, es contar con hijos honestos, que hagan de su vida una línea recta y lleven a la práctica sentimientos sinceros de amor al prójimo, en especial, a los débiles, pobres y humillados.
Aclaro también que este reparto ante notario fue reservándome el derecho al usufructo, porque deseo vivir cuando pueda y hasta que muera en la Quinta La Chingada. Si el pueblo de México se manifiesta en 2018 por un cambio de fondo y me da su confianza, vendría a la quinta como ahora, de vez en cuando; pero si la mayoría de la gente dice que no me quiere gobernando o los de la mafia del poder nos lo impiden, entonces sí me iría literalmente a La Chingada. Es mi plan B: refugiarme en este lugar maravilloso.
Abro un paréntesis para comentar que, en noviembre de 1955, Ernesto Che Guevara, recién casado con Hilda Gadea, visitó Palenque, «el joyel de las Américas», y escribió un poema en contra de la piqueta, el arqueólogo de las gafas aburridas y de un gringo turista. Todavía no se le pasaba el coraje por la invasión a Guatemala y estaba a punto de embarcarse en el Granma y emprender en Cuba su odisea guerrillera. Demos tiempo a unos fragmentos del poema del Che, dedicados a la mística eternidad de Palenque.
Y tú no mueres todavía
¿Qué fuerza te mantiene,
más allá de los siglos,
viva y palpitante como en la juventud?
¿Qué dios sopla al final de la jornada
el hálito vital en tus estelas?
¿Será el sol jocundo de los trópicos?
¿Por qué no lo hace en Chichén Itzá?
Será el abrazo jovial de la floresta
o el canto melodioso de los pájaros?
Adelanto que me dedicaré a leer, escribir y a dar clases, porque de algo tengo que vivir. Además, así mis adversarios conservadores no seguirán necios preguntando «de qué vivo, si no trabajo». En este tiempo, la respuesta a esa pregunta maliciosa es que «vivo del l’oro de Palenque», por aquello del «oro de Moscú».
En fin, si desgraciadamente nos va mal en el 18, seguiré sembrando plantas e ideas hasta que fallezca, pero no volvería nunca más a ser candidato a nada. Diría: quise ser como Juárez, Madero y Lázaro Cárdenas, y no pude o no supe hacerlo. Mientras viva, no dejaré de luchar por la justicia y por la auténtica democracia, pero me retiraré del protagonismo político para así, con humildad y arrogancia, al mismo tiempo, poder decir a mis adversarios y a quien quiera oírlo, «ya ven, no soy un ambicioso vulgar». Sólo me importa estar bien conmigo mismo, con mi conciencia, con el prójimo, con la nación y con la historia.
no, que en su declaración 3 de 3, manifestó no tener propiedades, que pronto se le olvidan las cosas; debe ser congruente , no es malo tener propiedades fruto del esfuerzo el trabajo honrado, entonces porque negarlas