Textos y Contextos
A mí no me aceptaron mis disculpas
Miguel Alejandro Rivera
Una de las cosas que me hacen saber que ya soy un adulto, con todas las de la ley, no es mi credencial para votar, ni la posibilidad de comprar alcohol o cigarros en cualquier tienda de abarrotes, sino la llegada de un correo o mensaje de texto del Servicio de Administración Tributaria (SAT).
Cada que mi celular suena y leo: “EL SAT NO TIENE REGISTRO DE TUS DECLARACIONES: ISR E IVA. EVITA SANCIONES”, siento un pendiente incómodo en la garganta que me genera un calor molesto en el rostro. Cuando comprendo que quien requiere que rinda cuentas es “Hacienda”, me siento como en la época colonial, trabajando la tierra para darle mis ganancias a un ente patronal, en este caso, de gobierno.
Pero como los frecuentes mensajes del SAT me hicieron comprender que no es correcto evadir mis responsabilidades como contribuyente, me embargó una tremenda culpa por no haber declarado de manera oportuna mis ejercicios fiscales de los últimos meses… por eso, tomé el celular, y al número desde el cual, mes con mes me llegan los mensajes pidiendo mi rendición de cuentas, pedí perdón.
También mandé correos al SAT, y aprovechando, me pasé unos altos en el automóvil, entré al metro sin pagar mi pasaje y cuando alguien me reclamaba yo sólo decía: “ay, perdón”.
Pero me di cuenta de que la vida no funciona así, y aunque el presidente de México, Enrique Peña Nieto, se pare frente a las cámaras, frente a sus colegas, y frente a un país que en su mayoría lo repudia (en abril de este año, una encuesta del diario Reforma lo calificaba con 3.7 de 10 puntos posibles en aprobación ciudadana), comprendí que yo no podía caer tan bajo como una persona que, con todo el cinismo del mundo, aceptó el haber cometido, no un error, sino un delito de abuso de autoridad, y después, simplemente, pedir disculpas.
Se habla de la comparación entre el “perdón” del expresidente José López Portillo y el de Enrique Peña Nieto: queda claro que son lo mismo, simples palabras estratégicas en pos de mejorar su imagen ante la ciudadanía. La sustancia está más bien, en el contexto económico y social en el cual se sitúan ambas disculpas.
Si el Partido Revolucionario Institucional (PRI), sobrevivió tantas décadas en el poder, fue por una serie de casualidades internacionales que ayudaron al crecimiento de la economía nacional. Las guerras mundiales y las revoluciones socialistas ayudaron a México a explotar su petróleo y sus recursos agrícolas de manera que la microeconomía impactara de forma positiva a los ciudadanos: “qué importa que López Portillo pida perdón, si yo puedo comprarme refrigerador, licuadora y hasta coche”.
Hoy la realidad es distinta: según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, en México hasta 2014, la pobreza afectó a 53.7% de la población; según Forbes, el 89% de los mexicanos saben que sus fondos de retiro son responsabilidad personal, y que las instituciones no garantizan una vejez digna, todo esto además de la terrible guerra sucia que el gobierno ha emprendido contra una enorme parte del magisterio y de voces disidentes al régimen. Ante esta situación, ¿a qué nos saben las disculpas del presidente?
Para resolver mi dilema, llamé a mi contadora y dejé de pedir disculpas, porque el SAT jamás me respondió. Uno no puede llegar tan bajo como para arreglar los errores de manera tan cínica e irresponsable. Si Hacienda no me exoneró con mis disculpas, ¿por qué nosotros si habríamos de perdonar todos los errores en “La casa Blanca” del presidente?
Magnifico, ojala y el EPNdejo aquel leyera algunos artículos ó simples notas dirigidas a su despotricado actuar, igual que el perro de la colina, lloran después de cometer sus fechorías, duro con todos ellos.